Irremediablemente, otra cosa

Por Gustavo Emilio Rosales


Aparatoso y al fin de cuentas anodino resultó el ofrecimiento de la propuesta The body’s trilogy, firmada por la bailarina y coreógrafa española Iratxe Ansa en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, en una producción amparada por el Centro de Producción de Danza Contemporánea (Ceprodac).


            El programa, anunciado profusamente en las redes sociales con la etiqueta de “estreno mundial”,  constó de una sola función en la que se debió de haber invertido una gran cantidad de dinero para propiciar que Ansa y su marido, el también bailarín Igor Bacovich, trajeran a México a nueve bailarines de países diversos (Australia, Japón, España, Canadá y Nueva Zelanda) –miembros del ensamble itinerante Metamorphosis Dance Collective, por ellos dirigido-, quienes actuaron en compañía de bailarines integrantes del Ceprodac.
            A lo largo de 70 minutos, The body’s trilogy (una realización encabezada por una artista española para un país hispanohablante con un título en idioma inglés, ¿por qué?) articula relaciones coreográficas de solista y coro, un quinteto masculino, un dueto femenino, un solo masculino, y dinámicas y transiciones grupales cuyos focos dramatúrgicos principales resultan ser las tensiones extracotidianas del cuerpo danzante y contextos escénicos de acción/reacción a partir de ellas. El ámbito escénico es el teatro mismo, abierto totalmente a la vista, despejado de mobiliario y telones laterales y frontales; la piel negra de la arquitectura teatral como una realidad insólita, también extraordinaria, apenas texturizada por algunas cuantas luces a nivel superior y a ras de piso.
            La danza, independientemente del apellido que asuma o que se le quiera otorgar, es un suceso de condición particular: no existe hasta que es; existe hasta que los hombres y mujeres que la invocan, mediante un uso especializado del cuerpo, se sitúan a sí mismos, a sí mismas, en estado de danza. No es un hacer sino un hacerse danza el arte del danzante: presencia en presente; presencia sin sustitución, carente de disfraces; despojada de abalorios; ser que se construye poéticamente a través de su acción. De allí que pretender la danza, que ostentar un catálogo –en este caso corto- de movimientos impactantes, de gestos grandilocuentes apoyados en una mera secuencia de poses y efigies modeladas para tejer con ellas un desfile de efectos estéticos, brindará como resultado general no la danza en su especificidad inalienable, sino un cúmulo de ires y venires, de vaivenes y piruetas, con gusto a matrimonio entre circo y secuencias de movimiento para una película de acción o para anunciar algún producto comercial.
            El desempeño de Bacovich sintetiza este hueco accionar y la envoltura pretenciosa que se le quiere dar para hacerlo pasar por lo que no puede ser. Se trata, sin duda, de un bailarín sumamente entrenado, capaz de mover a voluntad un sinnúmero de registros dinámicos, de evoluciones destacadas; portador de un cuerpo que podría tomarse como cautivador a juzgar por su arquitectura muscular; pero sus evoluciones delatan fingimiento: lo mueve el deseo de demostrar, no de mostrarse; sus impulsos, a no dudar exigentes, tienen una voluntad de autoafirmación que conducen a lo superficial (lo que podría dar lugar a la paradoja de que un cuerpo menos entrenado que él, pero más conectado con la intención de hacerse presente desde una intimidad expresiva, tuviera más peso escénico que este ejecutante italiano). Por su parte, Ansa, la otra figura protagónica del espectáculo, exhibe permanentemente un tono exacerbado que atenta contra su innegable solvencia técnica, incluso contra un singular carisma que podría capitalizar mucho mejor si lo conectara con una labor no ególatra, sino auténticamente subjetiva, como pienso que debió haberlo hecho cuando trabajaba como bailarina para los grandes coreógrafos europeos, como Nacho Duato y Mats Ek.
            Momentos de auténtica danza otorgados por bailarinas comprometidas con el espectáculo desde otro lugar, ajeno a lo demostrativo, como Yansi Méndez, Gemma Espinosa y Mamiko Usuda, creaban espectáculos aparte, focos de atención cautivadores que permitían a la atención no naufragar en un fluido de tiempo basado en simular, en hacer “como si” - y entonces dejar en claro cuán fuerte soy, cuán ágil soy, cuán bello soy. Insisto en mencionar a estas tres intérpretes, danzantes, bailarinas, de excepción, porque quiero que sea una forma de reconocer que la labor creativa de un bailarín puede destacar por mérito propio en una coreografía poco afortunada como esta. Y seguramente podría mencionar a dos o tres bailarines más, pero la función –pese a su sonada condición como “estreno mundial”- careció de programa de mano, lo que significa una bofetada al profesionalismo de todos los involucrados en ella.
            Apenas hace un año o quizá menos, Ansa y Bacovich trabajaron en México desarrollando durante treinta días un laboratorio de movimiento que dio origen a su ensamble Metamorphosis. Desde entonces, el talentoso fotógrafo mexicano David Flores Rubio construyó para ellos diversas series fotográficas de alto impacto visual, donde la figura de Ansa –poseída por un éxtasis que linda con la visión religiosa y las cimas del erotismo, como la más famosa escultura de Bernini- adquiere un poder de imantación irresistible. Pero la fotografía es un arte específico y no necesariamente anticipa la misma condición aurática para la danza; condición que los cuerpos fotografiados tendrían que suscitar motu propio en la realidad escénica específica.
            La encomienda -por parte de una institución federal como el Ceprodac- de un trabajo artístico que requiere una producción significativa y que compromete a elencos internacionales, puede potenciar a los artistas a cargo hacia mejores condiciones de trabajo: es un antecedente de prestigio. Quiero pensar que Ansa se vio comprometida con una responsabilidad que juzgó de forma desmedida y, en consecuencia, trató de resolver con un formato de Grand Guignol lo que debió de haber confrontado desde la desnudez existencial de los cuerpos involucrados en The body’s trilogy (¿por qué trilogy? ¿Es que acaso alguien piensa que esto da para más?). Sin embargo, también habría que tomar en cuenta la inclinación de los funcionarios mexicanos –derivada del atávico malinchismo- a considerar que todo extranjero que pise nuestro territorio exhibiendo credenciales de sonado prestigio les va a garantizar ese éxito que tanto necesitan para justificar los puestos que han asumido sin tener un proyecto coherente a mano.
            En este sentido, si The body’s trilogy marca formalmente el inicio de la gestión de los nuevos directores del Ceprodac, Marco Antonio Silva y Eleno Guzmán (los tratos entre ambos y la forma en que llegaron a este puesto merecen un artículo aparte), habrá que considerarlo no sólo como un fracaso, sino como el disparador de serios cuestionamientos: ¿Cuánto costó hacer esta única función? ¿Cómo justificar tales gastos con un resultado tan flojo? ¿En qué consiste, objetivamente, la colaboración entre el equipo de Ansa y los bailarines del Ceprodac? ¿Por qué quedaron fuera de ella artistas centrales del Ceprodac, como Paulina del Carmen, una de las mejores bailarinas mexicanas en la actualidad? ¿Por qué la Secretaría de Cultura y el INBA exigen a los artistas mexicanos presentar una montaña de argumentos para justificar el apoyo a un proyecto y les demandan comprobar cuáles serían los beneficios públicos correspondientes y cómo los evaluarán (como si se pudiera evaluar en términos estadísticos el “beneficio" del poema Alta Traición, de José Emilio Pacheco, por ejemplo), mientras que dan la bienvenida, con la casa servida enteramente, solícitos, a extranjeros que podrían volver a vendernos cuentas de vidrio a precio de oro?

            La danza, quiero dejar en claro, es un valor humano excepcional, cuya potencia de encuentro (encuentro como hallazgo y también como contacto) bien podría constituir caminos de esperanza para la inteligencia, la salud, la comunión intersubjetiva y la posibilidad de construir una conciencia pacífica y próspera del vivir juntos. La danza, sí. Cualquier otra cosa que pretenda hacerse pasar por ella es, irremediablemente, otra cosa.
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Foto: cartel publicitario de The body's trilogy, con fotografía de David Flores Rubio.